La cueva del Diablo. El sacrificio del símbolo

Volumen II

Patricio utilizó su arma de fuego

La lluvia insolente seguía golpeando las paredes débiles del rancho oculto. Patricio miraba a Matilde como si estuviese en otro plano de la vida que no fuese el de siempre.

El archivero no se creía lo que ocurría en las cuatro paredes de un lugar devastado por el tiempo y, más aún, por la pobreza. Cada minuto que transcurría le parecía que eran perdidos; él debía de utilizar ese tiempo para buscar a Claudio, y a los jóvenes que se avecinaban a la cueva.

—Finalicemos por aclarar esta situación —refunfuñó Patricio ante la acumulación de misterio que envolvía a Matilde, cuando él poseía en su interior una insaciable petición informativa—. Posiblemente, usted quiere decirme que ese psicópata aún vive en este lugar, y que está cometiendo sus fechorías. —Elevó un poco la voz ante la presión vulgar de su carácter. Matilde, en respuesta, se dio la vuelta ignorándolo.

—Para ser un policía listo, me impresiona que usted nunca haya estado al tanto de ese caso tan importante. Por lo menos, por cultura general. —Matilde les ofreció la espalda a todos, mirando en dirección a la puerta principal y, detrás de su actuación, se presentó un sonido arrollador de un trueno. Matilde ya no estaba segura de que existiese mucha habilidad en Patricio.

—Yo pienso que puedo contar todo lo que me has dicho en tu casa —propuso Pedro, ante la rudeza de Matilde—. Y así nos evitamos perder el tiempo —sugirió, con base en un resguardo.

—Mantente en silencio. —Matilde giró con brusquedad, como si aquel comentario le causara una mayor ofensa—. Para eso estoy aquí; de lo contrario, hubiese preferido quedarme en casa con mis pies hinchados y mi existencia desgastadora —reclamó, pensando que sería despojada del crédito de la historia.

Ante la aberración de Matilde y el sumiso silencio de Dora, Patricio procedió a caminar un poco por la casa abandonada obedeciendo su incertidumbre. Los golpes de fluctuación por saber si había alguien con ellos lo apretaban como un puño oprimido en el cuello.

—Por más que busques a alguien, no encontrarás nada. Esta casa está abandonada desde hace mucho tiempo y, por lo menos, la presencia de una persona de carne y hueso no hallarás acá.

Patricio y Pedro subsistían con la perplejidad ante los comentarios de la anciana y sin entender ni una sola palabra; sin embargo, por primera vez, Dora conseguía respuesta a sus interrogantes. «Ha pasado algo muy feo en este lugar, y lo he visto», pensaba Dora, argumentando las imágenes que reflejaban los efectos de la clarividencia.

—El anciano asesino tomó posesión de este rancho abandonado. Él, junto con su esposa, encontró el lugar indicado para resguardarse. —Matilde daba pasos despacio detrás de Patricio, mientras este se acercaba misteriosamente a la puerta de madera oscura—. Consiguieron el lugar ideal para esconderse.

Patricio postraba su mirada sin parpadear en la puerta casi podrida y, con disimulo, colocaba sus manos por debajo de la chaqueta para manipular, en desconocimiento de los otros, una vez más, la pistola automática.

—Un lugar donde estuviese lejos de la civilización. Lejos de la ley, si puede decirse —seguía Matilde, insistente, tratando de llamar la atención de Patricio—. Una casa ideal para cometer crímenes. Crímenes que quedarán impunes —reafirmó su comentario.

Ante la presencia de más información, Patricio estaba seguro de que todo se trataba de un complot. Hizo caso omiso al relato necio de la vieja sin razón. Y caminaba más despacio, como si se preparara para una confrontación. Cayó en cuenta de que era un trabajo muy duro que no podía perpetuarlo solo y, en presencia de Matilde, brindó una señal con las manos para llamar a Pedro.

—¿Se puede saber qué están haciendo? —aclamó Matilde, con un semblante distinto en su rostro. Dora permaneció en silencio ante la reacción de Patricio.

Pedro, de inmediato, se acercó, y Patricio, con un susurro, esbozó un comentario, que evitaba llegar al sentido auditivo de las dos ancianas.

—¿Qué están planeando que no podamos saber? —gruñó Matilde ante la mala educación, pero no tuvo ni una respuesta, solo una escena veloz que dejó sus ojos pasmados.

Pedro empezaba a golpear con patadas fuertes la puerta invadida por el moho, pero estaba tan aferrada a sus dos columnas de madera que no lograba desvanecerse al suelo. Ese pedazo de madera los había engañado con su apariencia frágil, y la pieza putrefacta se hallaba tan sellada como si alguien desde el interior obstaculizara su derrumbe.

—Señores, deténganse. ¿Qué se supone que están haciendo? —reclamaba Matilde con nerviosismo—. ¿Ustedes se están volviendo locos?

—Continúa golpeando esa maldita puerta —ordenó Patricio con cólera—. Veremos, de una maldita vez, qué sucede en este lugar. —Ante su última palabra, no tuvo contención. Extrajo su arma de la chaqueta y la dejó a la vista de los demás. Todos quedaron sorprendidos, hasta Pedro, que se encontraba cerca de la puerta.

—Golpéala tan fuerte hasta que termine de desplomarse —aludía en posición de defensa, apuntando hacia el objetivo.

—Deténganse, ¿se han vuelto locos? —insistía Matilde y, con premura, se acercó sin vacilar, como queriendo despojar a Patricio del arma de fuego. Un error, un gran error que hizo nacer una furia exorbitante en él.

—Quítese de mi lado. —Le brindó un empujón con el cuerpo, pero sin apartar las manos del arma. Matilde, por su delgadez, estuvo a punto de caer al suelo—. Termina de derribar la puerta —ordenó brindando una mirada tensa a Pedro, y este, ante la petición forzada, golpeaba con tanta potencia que se sorprendía a sí mismo.

Un momento de tensión impregnaba el lugar como si el tiempo se hubiera detenido en el pequeño rancho. Pedro sacudía la puerta con todas las fuerzas que extraía de su voluntad, y Patricio solo permanecía en silencio con las dos manos puestas en la empuñadura de la pistola, mientras su dedo índice se posaba inquietantemente en el aire por encima del gatillo. La adrenalina le corría por las venas excitantemente, y estaba dispuesto a darle un tiro a cualquiera que se encontrara del otro lado de la puerta. Su respiración era densa, y el corazón le latía tan fuerte que jadear con disimulo sería una opción ideal. A pesar de que en su existencia predominaba la furia, debía ser precavido y profesional, porque disparar de primer plano podría ocasionarle un gran problema. No tener una licencia para tirar, aunque fuese parte de la policía local, le causaría serias dificultades, y su profesionalismo estaría en tela de juicio para toda la vida.

Dora y Matilde observaban estupefactas la actuación, y se resignaban en presencia de un acontecimiento desconocido para ellas, pero algo les hizo colocar los nervios de punta cuando, después de un fuerte golpe que había desterrado Pedro a la puerta, el techo protestó con un sonido torturador como queriendo derrumbarse arriba de sus cabezas. De inmediato, colocaron las miradas por encima, y todo daba la impresión de que el pedazo de puerta llena de moho mantenía a flote la casa, como una raíz de un árbol viejo.

—¿Se da cuenta usted de lo que implicaría echar esa puerta abajo? —exaltó Matilde, con una voz temblante, y Pedro se apartó a un lado dando una mirada de arrepentimiento, aunque Patricio continuaba en posición alarmante—. Esta es una casa muy vieja, y derrumbar esa puerta sería la causa para que todo se nos venga encima.

Patricio aflojó su cuerpo conscientemente, y se enderezó con firmeza. Despacio, colocaba la pistola apuntando hacia el suelo, como si fuese todo un experto.

—Dígame usted, señor Patricio —continuaba Matilde, detrás de él, con un semblante liviano, después de ver la relajación del archivero—. Vea a su alrededor. ¿Observa usted alguna estufa encendida o recién apagada? ¿Acaso usted ve alguna vasija recién utilizada con desperdicio de alimentos? ¿Ve, quizás, montones de leñas que sirven para encender el fogón? O, mejor dicho, ¿ve usted algún fogón o cocina? —Brindó una sonrisa estable apretando los dientes—. Por más asesinos que vivan en este lugar, habría un indicio de que alguien estuvo aquí.

Patricio supuso que la anciana detestable apelaba a un argumento válido y, ante la atronadora evidencia de observar la casa abandonada, conjeturó que la tesis de que su jefe estuviese allí era errada. Ya no le quedaba la mayor duda de que se encontraba en un lugar aún más desconocido.

—Tiene razón. Entonces, dígame usted, ¿por qué continuamos acá? —Evitó molestarse y giró su cuerpo para quedar frente a Matilde.

—Estamos en esta casa para que entienda que su jefe está perdido por la presencia de seres del más allá.

—Ya no soporto que siga usted con ese tipo de relato. Entiendo y respeto que se gane la vida con ciertas prácticas, pero no es necesario que disponga toda esta actuación para hacernos creer en fantasmas y muertos.

—Tiene razón en lo que ella ha dicho. —Dora asumió la validez del relato—. Este sitio es muy extraño. Aquí hubo algo que está marcado con tristeza y agonía en estas cuatro paredes.

La acotación hizo que Matilde la mirara de arriba abajo a Dora, como interpretando su intención.

—¿Por qué lo dice? Posiblemente, usted tiene algún don y no me ha contado —prosiguió Matilde con cierto grado de ironía.

—No se necesita tener un don. —Dora mintió inteligentemente deseando no ser descubierta—. Cualquier ser humano puede presenciar ciertas energías sin necesidad de ir al más allá. —La lógica de los argumentos fue aceptada por Matilde, y esta la ignoró para dirigirse nuevamente al gabinete, donde aún continuaba el velón negro encendido. Dora aprovecho y les manifestó una mirada de aguante a Patricio y a Pedro.

—Su amiga es más inteligente que usted, señor Patricio. —Matilde se posó de frente al velón, dando la espalda a los demás. No hay necesidad de ser un perito en temas sobrenaturales. Solo se necesita ser humano y saber escuchar a la naturaleza que nos rodea. Interpretar lo que quiera decirnos. Pasa en los días más hermosos, cuando el sol brilla con todo su esplendor y la brisa sutil acaricia nuestras mejillas como si algún ser especial del más allá nos posara un beso con finura. Eso es saber escuchar e interpretar a la naturaleza, la vida misma. Pero también ocurre con energías negativas, como este lugar, que está impregnado de vicisitudes maléficas.

—Entonces, síguenos contando. ¿Qué hizo este hombre viviendo aquí? —propuso Dora, y Patricio se trasladó a un lado de la casa ofreciendo hostigamiento ante el relato.

—Él vivió en este rancho, solo por un tiempo. Un tiempo muy pequeño. Ese hombre, junto con su mujer, estaba haciendo lo que ningún ser humano jamás debería hacer. Asumía una obligación de asesinar. Debía hacerlo. Fue parte de su religión.

—¿De qué se trata?

—Ese anciano despreciable llevaba una vida satánica. —Se volvió para ubicarse frente a Dora—. Dicen que había hecho un pacto con el diablo y debía cumplir con su mandato.

Ante el relato que los oídos presenciaban, Patricio colocaba los ojos en blanco nuevamente; sin embargo, Dora asimilaba la información como verdadera y segura. Fue allí cuando le palpitaba el corazón ante la recitación perturbadora.

—Sí, suena algo estúpido, quizás una fantasía o un cuento. Pero no es así. El maligno existe y tiene poder. Montañas como estas son ideales para hacerse presente y dejarse ver frente a todo aquel que desee conocerlo. —Daba pasos diminutos hacia Dora, sin quitarle la mirada de encima—. El diablo lo atendía como si fuese un psicólogo que recibe a su paciente para una consulta de orientación de cualquier tipo, aunque realmente satanás esperaba al anciano todas las tardes en la cueva tuna, esa cueva conocida que ahora lleva por nombre Cueva del Diablo. Allí pasaban horas y horas conversando, y nació un pacto. Un pacto que el viejo debía cumplir.

El sonido perturbador de la lluvia dejaba en ascuas a los presentes, como si todo el escenario que presenciaban estuviera pautado para una obra de terror. A Patricio las palabras de una mujer misteriosa a la que solo llevaba unas horas de haberla conocido le parecían un argumento fuera de lo normal. Y deseaba con ansias salir del rancho y abandonar a todos, sin ningún tipo de excepción. No obstante, la lluvia, al parecer, estaba de acuerdo con Matilde cuando la aberración de hostigarlo se estaba cumpliendo.

—El demonio le ordenaba ciertas prácticas que debía cumplir en vida y después de su muerte. Así como existía el sacrificio con animales en relatos bíblicos para agradecer a Dios por buenas peticiones. Precisamente, el Maligno quiso imitarlo deseando que fuesen sacrificados para él por algunas peticiones, pero en este caso el diablo prefirió que fuesen seres humanos, seres humanos inocentes.

Dora se encontraba petrificada en presencia de Matilde, y quedarse en silencio era la mejor opción.

—Y, para eso, necesitaba un ayudante. Un ayudante aquí, en la Tierra. Un ayudante que cumpliese sus peticiones. Y ese colaborador fue el anciano. El asesino que quitaba vidas para complacer al diablo y cumplir sus promesas. Luego de que yacieran en este suelo que pisamos, los muertos eran ofrecidos como sacrificio para que las almas fuesen atrapadas por el Maligno.

—¿Por eso la llaman la Cueva del Diablo? —Dora rompió el silencio y, con pasos suaves, se acercaba a Matilde como si la respuesta venidera no lograría escucharla. Pedro miraba el piso horrorizado, como si los muertos aún continuaran allí.

—Así es. Han dicho que esa caverna es el lugar ideal para pactar con el diablo, el ser de las tinieblas. El demonio rebelde en contra de la sabiduría de Dios. —Matilde expulsaba relatos concisos para el entendimiento de los demás—. Aparte, la cueva tiene algo muy particular, y es que solo posee una entrada, pero te lleva a cuatro salidas, y los investigadores de temas paranormales asocian la cueva con la estrella satánica de cinco puntas invertidas que reza en los estudios de hechicería.

—Para mí, todo esto son zanganerías de los campesinos que viven en esta montaña para permanecer ocupados en algo. —Patricio reiteró su desacuerdo—. Solo son más que estupideces. Necesito entender de una maldita vez dónde está Claudio y qué pasa con esa estúpida cueva. —Con pasos bruscos, desfiló a un lado de Dora y luego de Matilde.

—Si usted supiera que los menos involucrados en este tema son los menesterosos inocentes de la montaña Lionsor o del pueblo de Villa Libre —recitaba Matilde, con la mirada puesta en Patricio—. Hay obispos que están enterados de la situación. Hasta el padre del pueblo, pero por órdenes mayores no deben caer en el tema que ponga en perjuicio la tranquilidad de los habitantes. Algo en lo que estoy en desacuerdo, sabiendo el daño grave que está causando a sus lugareños. Esto es tema conocido a nivel nacional.

—¿Qué más sabes de él? —preguntó Pedro, apartado—. Lo demás que me contaste.

—Al parecer, su amigo no cree mis argumentos.

Patricio le brindó una mirada desprevenida. —El asesino, como les conté, junto con su esposa debía linchar con cuchillos afilados a un grupo de personas para poder cumplir con el pacto. —Matilde aludía a la información caminando hacia la rueda de madera postrada casi en el centro del racho—. Los mataba sin piedad y luego, como si fuesen unas ratas exterminadas, los embutía en un saco para llevar los cadáveres a la Cueva del Diablo. Esa es la realidad, y justamente es lo mismo que les va a ocurrir a esos jóvenes que van hacia allá. Son elegidos para ser sacrificados.

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