
PRÓLOGO
Frente a sus ojos solo había oscuridad: no había forma de entender dónde se hallaba. Su corazón palpitaba tan fuerte que parecía sobresalirse de su alma. Escasamente podía visualizar lo que había en aquel lugar oscuro. Sentía como si sus ojos se hubieran cegado por completo. Su piel concebía un frío penetrante, que parecía que sus huesos se quebrantaban con una mayor facilidad. No deseaba proveer pasos por aquel lugar, porque el miedo hacía que su cuerpo se derrumbara. Llevaba una turbulencia de sentimientos en ella, que le ocasionaba una gran desesperación y le emergían un par de lágrimas en su mejilla. «¿Dónde estoy?, ¿qué hago aquí?», son las preguntas que ella se hacía.
Una mujer de piel blanca, con cabello negro y desordenado, apareció como espíritu andante frente a ella, como si fuese un faro reluciente que despojaba la oscuridad en el fondo del lugar. Aquella desconocida llevaba encima una bata blanca, que la cubría como si fuese una persona en tratamiento psiquiátrico. La mujer de gran misterio levantaba la cabeza lentamente, y reflejaba una miraba fija e inmóvil. Acarreaba consigo una tristeza muy marcada, que le manifestaba angustia y dolor. Comenzó a hacer un gesto con la mano derecha, que le indicaba que debía salir de inmediato de aquel lugar. Fue así cuando ella decidió caminar rápidamente en sentido contrario, en obediencia de aquella mujer; sin embargo, todo continuaba a oscuras y no podía apreciar el camino con claridad. «Corre, corre, corre», gritaba la mujer pálida, y eso era lo que ella intentaba. Por lo que decidió marchar con una gran desesperación y sin mirar atrás. La angustia que llevaba era tenaz al sentir que la oscuridad seguía allí, que sus pasos no daban respuesta a la petición de la extraña. Permanecía en el mismo sitio, como si la penumbra se ensañara mañosamente contra ella. Luego, sus ojos se hallaron plasmados frente a una luz que emergía mansamente en el camino oscuro. «Quizás sea la salida», pensó. Y la luz amarillenta se había convertido en el objetivo para escapar; para volver a la vida, a respirar, y para sentir que se encontraba con los suyos. Dio un impulso y comenzó a correr, pero se sentía cansada, agobiada, preguntándose, además, por qué no podía alcanzar la deseada luz brillante, y era un esfuerzo en vano. «¡No puede ser! ¿Dónde estoy?», seguía cuestionándose.
«Quiero salir de aquí», era el pensamiento que posaba en su mente. De nuevo, observó a aquella extraña mujer, pálida, deprimida; con su vestido blanco, y que lloraba sin cesar. Apareció en el lado contrario del camino oscuro. La mujer descendió su cabeza lentamente y, al mismo tiempo, comenzó a caminar despacio hacia ella. Con gran detenimiento la observó, pero no lograba ver su rostro porque el cabello negro de la aparición andante la cubría en su totalidad. El miedo le paralizaba la voz para preguntar quién era y solo sus ojos se paseaban sobre la bata que llevaba puesta. Una bata de un blanco reluciente por la que, debajo de esta, sobresalían sus pies descalzos.
Empezó a observarla como si fuese una cámara en modo de grabación; de los pies hacia arriba. Pero, repentinamente, la mujer misteriosa ya no era la misma. Ahora lucía un cambio inesperado: poseía un vestido negro, como si asistiera a una noche de funeral. Su rostro aún no era expuesto; solo su cabello negro podía precisar. Luego, la mujer alzó la cabeza lentamente y mostró una mirada macabra y aterradora; en la frente, llevaba una estrella de cinco puntas que, al parecer, se había provocado con un objeto punzante. Perezosamente, ofreció una sonrisa y expuso una dentadura amarilla, como si tuviese dientes de oro. Al mismo tiempo que sus ojos estaban muy abiertos y reflejaban un color púrpura sobre el iris, carcajeaba sin parar, como ofreciendo una burla eminente de que ella jamás podía escapar de la oscuridad eterna.

CAPÍTULO UNO
Desesperadamente, Leticia Streignard despertó de una de sus tantas pesadillas sentándose con brusquedad sobre la cama. Se trataba de una noche similar a las demás: frente a ella, una mujer macabra, con rasgos extraños, le aturdía los sueños. La desdichada sensación le estaba ocurriendo desde hacía casi un año, y no la dejaba en paz. Su corazón latía fuertemente, y solo bastó un segundo para entender que se hallaba en su habitación. Su piel estaba bañada de sudor, y sentía un cansancio inmenso, como si hubiera estado ejercitando toda la madrugada sobre la cama. «Nuevamente, las pesadillas», reflexionó de inmediato. No era la primera vez que a ella le sucedía este escenario tan extraño y espeluznante. Estaba muy asustada observando con gran rapidez su entorno; su habitación, como dándole órdenes al cerebro para que reconociera cada espacio, cada detalle. Observó el armario de madera abierto, donde fulguraba su ropa ordenadamente. Reconoció su chaqueta marrón de cuero, que resaltaba entre los vestidos (era su preferida y, en un segundo, recordó que la había comprado en un viaje a Colombia. Después, la utilizaba con mayor frecuencia en la universidad).
Por un momento, direccionó su mirada al frente, y se exaltó al observar a una mujer desconocida, pero se trataba de un espejo de cuerpo completo, instalado en la pared, que mostraba su apariencia frígida y asustada. La mente la llevaba nublada, y no recordaba que existía ese cristal, lo que generó en ella un sobresalto al pensar que se trataba de otra persona. Maldita sea, debo cambiarlo de lugar. Le causó una gracia diminuta y ofreció una pequeña sonrisa tonta.
Luego, Leticia reposó su cuerpo bocarriba, mientras sus ojos comenzaban a detallar el techo viejo construido en forma horizontal por caña seca y tejas de color ladrillo. Se preguntaba qué le ocurría, como si la misma cubierta respondiera a sus peticiones. ¿Por qué estoy viviendo esta tortura? Definitivamente, se trataba de una verdadera tragedia para tan solo una joven de veintidós años. Todo parecía causarle un ambiente deprimente y agonizante; cada día que transitaba, la vida le apagaba sus esperanzas. Las pesadillas que percibía estaban impregnadas de horrenda multitud, con mensajes oscuros, como el de aquella habitación de una residencia anticuada para universitarios.
En las cuatro paredes donde Leticia concebía el sueño, tenía una ventana con dos puertas de madera, que discernían la oscuridad con mayor intensidad. (Los bordes del ventanal estaban teñidos de termitas que estaban a punto de devorar el guiñapo de madera). Además, siempre le había aterrorizado escuchar cómo las ramas secas de un pequeño árbol a las afueras del cristal chocaban minuciosamente cada vez que el viento soplaba.
En el pueblo de Villa Libre, había llegado el mes que Leticia más detestaba (mayo, siendo un veinticinco el día que había tenido un desenlace que le había cambiado la vida para siempre). Llevaba entallado en su mente que había sido la jornada de la maldición. Era el mes de los aguaceros que descendían sin cesar, lo que propiciaba una tragedia en el pequeño valle.
Leticia apreciaba un ahogo interno en su pecho, que le producía unas ganas enormes de echarse a llorar. La nostalgia le provocaba cambios bruscos en sus sentimientos. Mas el entendimiento le causaba una inquietud cuando llegaba a la conclusión de haber alcanzado la locura. El único psiquiatra de Villa Libre le había diagnosticado una depresión moderada, y ni siquiera los antidepresivos como Fluoxetine le resultaban alguna mejora. Luego, su cerebro insinuó una idea descabellada: «Acaso estoy embrujada», pensó con miedo, pero recordaba la desfachatez de haber sido abusada por el hombre que le había prometido amor, y creía que quizás las consecuencias más terribles después del acontecimiento habían sido las pesadillas. Sin embargo, el profesional que la trataba iba en contra de la tesis de la joven.
Apartó a un lado el edredón de seda de su cama, que estaba empapada de sudor, lo que le hacía recordar cuando de niña se enfermaba y sus fiebres eran muy elevadas, pero se tranquilizaba al conmemorar las atenciones de su madre, que acudía a ella con pañitos húmedos para colocárselos en la frente. Aunque la progenitora ya no estaba allí para atenderla con el amor natural de una mamá hacia su hija, Leticia la perpetuaba. Había muerto cuando apenas había cumplido los trece años, y el pensar en semejante recuerdo le debilitaba las piernas, cuyos pies evitaba posar sobre el piso de madera de la habitación hostil.
Suspiró y soltó un par de lágrimas con el trémulo en las piernas pero, al fin y al cabo, pudo chocar los pies contra el suelo, y sintió que un frío repelente emergía de ella. Con desesperación, encendió la pequeña lámpara de colores infantiles sobre la mesa de noche, para visualizar atentamente. Paseó su mirar en busca de sus pantuflas y, al no encontrarlas al instante, esto le causó una molestia explícita. Caminó hacia la cocina con sus pies desnudos, pues no había alternativa, y evadió el encuentro de las chanclas porque no deseaba tomarse ni la más mínima molestia. Su mayor deseo era buscar un vaso de agua helada que la despojara del agite.
Después de haber sido víctima de una violación, Leticia se había convertido en una estudiante con un cuerpo sin vida. Su apariencia frígida y su mirada triste daban a muchos la conclusión de que era una chica sin carácter. Poseía una piel tan blanca que parecía que la sangre de las venas se había disipado. «Por qué continuar aquí, en este pueblo del infierno», pensaba mientras caminaba por el pequeño pasillo que la conducía a la cocina. Antes de haber sido abusada, su mejor amiga, Samantha Jones, se había marchado de la universidad y la había dejado completamente a solas. Pero lo que realmente la mantuvo en Villa Libre, quizás, era la idea de convertirse en periodista; una esperanza que poseía con anhelo.
Todo había marchado con normalidad hasta la llegada de la tragedia que cambió su vida. La solución estaba a más de dieciséis horas por carretera vuelta a la casa de su abuela Cristina, y a quien cariñosamente la llamaba desde siempre Tina: su lindo y único pariente. Tina medía un metro cincuenta, pero tenía un corazón más grande que la estatura de cualquier jugador de baloncesto.
Leticia vivía sola en una pequeña casa de un conjunto residencial para estudiantes; y, si no fuese porque la vivienda se hallaba frente a la universidad, desde hacía un tiempo la hubiese abandonado sin pensarlo. A ella le parecía un sitio embrujado, triste y desolado. Su infraestructura, formada por antigüedad y desaliño, hacía de la casa un lugar realmente hechizado. Estaba rodeada de grandes árboles tupidos; después de estos, se hallaba la construcción vieja de la Universidad de Villa Libre. Habían ocurrido acontecimientos drásticos que formaban parte de la depresión de Leticia: la muerte de su madre, el ultraje más horrendo que pueda vivir una mujer y, por último, la despedida de Samantha Jones (también estudiante de Periodismo).
La casa antigua, de techo de tejas y de colores desabridos por el tiempo, solo contaba con dos habitaciones y dos baños; uno de estos se hallaba dentro del cuarto de Leticia, mientras que el otro se ubicaba en el pasillo que comunicaba la pequeña sala compartida con la cocina. El comedor estaba formado por un mesón que dividía la cocina del pequeño salón de visitas, donde había un gran ventanal con dos puertas de madera, similar a la ventana de la habitación. Leticia se rehusaba a mirar a altas horas de la noche por medio del cristal: su imaginación le jugaba una turbulencia de sentimientos cuando pensaba que, desde afuera, alguien la observaría con aspecto macabro.
La joven sacudió su cuerpo en forma de rechazo por los pensamientos que la aturdían. Luego, presionó el encendedor para alumbrar la casa y poder observar con determinación. En la cocina, se dirigió al refrigerador, para tomar una jarra de vidrio con agua bien helada, que se notaba por el empañamiento del recipiente. En un vaso, vertió el líquido preciado, que después ingirió con un sorbo plasmante. El agua le refrescaba la garganta, despojándole la resequedad y aliviando los latidos de su corazón, aunque por un instante la sien le palpitaba por la frialdad que emergía del líquido helado.
Apreciaba el agua despacio, mientras observaba la sala de su casa y todos los objetos que se encontraban en esta: un par de muebles cubiertos con cuero de ganado color marfil, unos cuadros que había adquirido en una subasta organizada por la comunidad donde vivía (los precios no se podían desaprovechar; además, tuvo la ventaja de que había muy pocos interesados en adquirir aquella clase de objetos). Luego, visualizó el teléfono de la habitación, que posaba en una mesa de madera, al lado del gran ventanal del salón de visitas, y rebobinó que el aparato había sido un regalo de Tina para comunicarse durante el tiempo que cursaría cada semestre de la universidad. Recordó con humor cómo su abuela se rehusaba a utilizar un teléfono inteligente: «No logro ver nada en estos artefactos de ahora», habían sido las palabras de Tina. Por un momento, su mente se trasladó a todos aquellos hechos vividos e importantes de su existencia.
Al parecer, la casa antigua, envuelta de silencio y soledad, le revolvía los pensamientos de manera jocosa. Para Leticia, abandonar la capital, la ciudad de siempre, y trasladarse a un pequeño pueblo fue su mayor locura. Aunque, en el fondo, había sido la mejor decisión, debido a que la gran ciudad no le había ofrecido la oportunidad de ingresar a la universidad pública, la más famosa, en la que toda la comunidad estudiantil deseaba ser aceptada. Por ende, pagar una institución privada se había convertido en la única opción, aunque debía hacerlo lejos de allí, por la razón de que los precios de cada semestre eran exorbitantes para ella.
Leticia optó por la modesta Universidad de Villa Libre, en un pequeño pueblo alejado de la civilización, como la llamaba durante la pubertad. El sacrificio de separarse de su abuela para adentrarse en un pequeño valle rodeado de montaña de misterio se había convertido en la decisión correcta.
Se hallaba viajante en sus pensamientos profundos cuando un sonido la sobresaltó. Sus ojos, de color café, se abrieron como dos platos, y su corazón nuevamente iniciaba un latir apresurado. La calma había cesado con arrogancia, pero no había nada que temer al darse cuenta de que solo se trataba del teléfono del pequeño salón antiguo. El aparato se pronunciaba torturador en plena madrugada, repicando sin cesar, y solo parecía emitir un mensaje de malas noticias. Leticia siempre había pensado que se trataba de una bocina escandalosa y abrumadora. «¿Quién puede estar llamando a esta hora?», se asustó. Por un momento, caviló en que alguien se había equivocado al marcar a su casa, pero la llamada continuaba con insistencia.
Leticia dejó a un lado del mesón de madera el vaso de vidrio, en el que reposaba un poco de agua. Lentamente, comenzó a caminar sobre el piso frío, y otra vez sintió la repelencia dentro de sus pies. Aparte del sonido del teléfono, solo su respiración se pronunciaba en la casa antigua, y por un instante recordó la pesadilla que había tenido.
De inmediato, se le erizó la piel, pronunciando un escalofrío que invadía todo su cuerpo. «¡Maldición!, me estoy volviendo loca», expresó, y sacudió su cabeza apresuradamente. «No hay un muerto que llame a la casa», insinuó sobre el asunto. ¿Y si es una tragedia? Hace tiempo que no tengo información de mi abuela. De inmediato, la duda se alojó sobre sus pensamientos: «Oh, no, mi abuela Tina… Espero que se encuentre bien». Pensar en que alguien marcaba para dar una mala noticia hizo que sus nervios se situaran de punta. Para ella, las llamadas a más de la media noche eran indicio de situaciones negativas.
Leticia instaló en su mente dudas y miedo, y en lo más profundo de su ser se incrustaron la desesperanza y el terror. Tomó la bocina del teléfono como si se tratara de un objeto prohibido y, lentamente, la levantó para colocarla en sus oídos. De inmediato, sus ojos se sobresaltaron al solo sentir la respiración agitada de alguien al otro lado.
—Sí, dígame —contestó con voz oprimida.
La respuesta era una respiración que se tornaba cada minuto más rápida y densa, como si alguien permaneciera en silencio, para no ser descubierto.
—Hay alguien allí. Por favor, hable. —Leticia se irritó al no recibir una contestación concreta. «¿Qué está pasando en esta noche?», pensó rápidamente. «Primero, esa pesadilla horrible que hace que no quiera volver a la cama; ahora, esta llamada», se quejó—. Sí, dígame qué quiere, hableee…
Entre la molestia y el susto, Leticia no escatimaba que se tratara de algún psicópata que la vigilaba desde afuera. Y, desde la sala, se imaginaba que alguien se hallaba de pie frente al gran ventanal de la casa antigua esperando el momento indicado para atacarla sin piedad. Las piernas se manifestaban con temblores gelatinosos que, por un momento, concluyó en decaer con un desmayo. Pero, por otro lado, solo se le ocurrió colgar la llamada si continuaba en el anonimato. Luego, para sorpresa de Leticia, sus oídos de manera imprevista apreciaban la tortura de una música electrónica muy elevada que se dejaba escuchar en la bocina del teléfono, la misma música que con repelencia se dejó escuchar a las afueras de su casa. Leticia frunció el ceño y arrugó la frente, como asimilando entender qué era aquello.
—Leticiaaa… —Percibió fuertemente la voz de una mujer por el teléfono. Pero esa música continuaba en el estacionamiento de la vieja residencia. La misma voz que presenciaba en la bocina se identificaba con la voz de una mujer fuera de su casa. Además, asimiló la coincidencia de la música del teléfono y la del estacionamiento. La risa burlona de la mujer daba la impresión de que se trataba de una broma.
Leticia colgó el aparato en forma de repercusión, y el miedo se espantó de su cuerpo para tomar las riendas de observar de qué se trataba todo aquello. Sus piernas permanecían en un temblor rígido, y ahora sus manos las imitaban. De manera repentina, extrajo el pasador del grillete de hierro de las dos puertas del gran ventanal, y una luz amarilla impregnaba en la casa de manera imprevista, como si los extraterrestres hubiesen llegado en una nave espacial. Colocó sus manos sobre su cara para resguardarse de la encandilada luz y quiso hacer lo mismo con sus oídos, para rechazar el ruido de la música. Alzó la mirada con ojos achinados buscando la respuesta de aquel acontecer y como si pudiese ver algo.
En cuestión de segundos, se estrujó los ojos, y su cerebro tomó un tiempo diminuto para percatarse de que se trataba de dos faros de un vehículo que se encontraba estacionado frente a su residencia. El esfuerzo que Leticia efectuaba se hacía más costoso cuando no lograba apreciar quiénes eran las personas que estaban en el auto desconocido. Después de unos instantes, la puerta del Optra gris se abrió con rapidez, y del vehículo descendió una mujer con firmeza. Esta señora ocasionó un repentino cambio en las emociones de Leticia.